Una semana después de su estreno en el Gaumont, Una casa con dos perros, ópera prima de Matías Ferreyra, llega a Córdoba. Lo hace, además, luego de su paso por el Bafici y de sus proyecciones en el último Festival de Cosquín (Ficic).
La película toma como punto de partida la crisis argentina de 2001 para internarse en una historia íntima, inquietante y personal. El filme sigue a Manuel, un niño que, junto a su familia, se ve obligado a mudarse a la casa de su abuela materna, “La Tati”, una mujer solitaria que dice ver cosas que nadie más ve.

El espacio compartido se convierte en una trinchera de tensiones, donde los mandatos familiares, los silencios impuestos y la incomodidad de crecer confluyen en una atmósfera asfixiante y a la vez reveladora.
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Matías Ferreyra nació en Córdoba en 1988 y es licenciado en Cine por la UNC. Su vínculo con esta historia es directo: “Yo tenía seis años cuando mis papás decidieron mudarse a la casa de mi abuela. En aquella casa la vida no era fácil. Me sentía diferente a mis hermanos. Los juegos de varones no me gustaban y los de nenas estaban prohibidos. Me acerqué a mi abuela porque, como yo, también vivía al margen”, cuenta sobre la motivación de hacer esta película.

Lejos de la nostalgia, Una casa con dos perros se sumerge en los matices psicológicos de una infancia marcada por el desarraigo y la búsqueda de identidad. “Me interesa construir la película a partir de esas desviaciones que evidencian la fragilidad de la estructura familiar. En la película, lo particular se presenta como una trinchera desde donde resistir”, explica.
Una casa, sus habitantes y los fantasmas
La casa, con sus habitantes y sus fantasmas, opera como una metáfora del país: al borde del colapso, atravesada por un pasado que no cesa de volver. “El desempleo, el amontonamiento y la particular vida mental de mi abuela volvieron hostil la convivencia, pero también más interesante. Fantasear con la muerte, jugar a ser otro/a, eran formas de encontrar un lugar propio”.

El personaje de Manuel observa el mundo adulto con extrañeza. Su mirada –tierna, pero desconfiada– guía la narración. “En esa época yo luchaba conmigo mismo para adaptarme. Esto significó dejar atrás a algunos de los niños que fui. Son ellos los que me cuentan esta historia”, dice Matías.
Entre el realismo y el delirio, Una casa con dos perros combina lo autobiográfico con una lectura crítica de los vínculos familiares. “Los padres hacían mucho esfuerzo por trazar límites que ‘nos salvaran’ de la locura de mi abuela. Pero el afecto y el tiempo compartido se encargaban de borrarlos”.